Los dos cuencos volaron embalados dentro de la maleta para evitar que se rompieran, no quería ser torpe con lo único tangible y útil heredado de mi bisabuela.
Al poco de llegar vi en una franquicia de decoración otros dos idénticos pero con cien años menos. Así que sonriendome, los compré, para empezar una leyenda familiar en la que nadie sería capaz de distinguir nunca los auténticos de los importados.
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