Ahí está por fin, el error del que llevo toda la vida huyendo, desmoronando todas mis ciudades interiores, mi plan urbanístico trazado a la perfección con amplias avenidas sobre las que no cabe el miedo, edificios inteligentes preparados para aislar el temor en habitaciones estancas. Todo venido abajo porque el inquilino de uno de los locales comerciales oyó a un primo suyo quejarse porque nunca tenía la culpa de nada. Se corrió la voz y todo el mundo enloqueció.
La crisis se acabó cuando decidieron que los errores los cometía siempre yo y me obligaron a sentarme a contemplar cómo se derruía todo.
Al acabar me fijé en un hormiguero, después del primer susto, siguieron trabajando. No debió ser para tanto.
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